Una historia sobre salvación.

¡En esta ocasión contamos con otra aportación de una peregrina contemporanea!

Permite, hermano peregrino, amigo o vecino, que te cuente un cuento, de esos que a los que entienden, les deja sin aliento…
Érase una vez un Rey. Éste era un Rey bueno, muy poderoso, tenía cuidado de todos sus siervos, incluso de aquellos siervos malvados que, a menudo, le traicionaban. Tenía un Hijo, éste también era bueno, servicial, muy obediente, la viva imagen de su Padre. Un día el Rey decidió buscarle una esposa. Investigó acerca de todas las mujeres de su reino, preguntó por su carácter, su educación… pero no encontró ninguna digna casarse con su unigénito. Entonces el Rey ideó un plan especial. Puesto que era muy amoroso decidió buscar a la mujer más pobre, la menos merecedora de morar en su castillo, aquella que siempre andaba sucia por las calles para prepararla para su Hijo. Cuando la encontró ordenó llamarla y llevarla al castillo. Por desgracia el Rey tenía un enemigo que siempre intentaba boicotear sus planes, especialmente aquellos que hacían que el monarca disfrutara y fuera feliz, pues le odiaba en gran manera. Este enemigo secuestró a la mujer y la encadenó en un lugar oscuro y tenebroso. La mujer no era capaz de salir, acabó acostumbrándose a su encierro y a la suciedad con la que estaba ya habituada a vivir. No obstante el Adversario del Rey no se conformó con tenerla encerrada, él realmente quería destruirla para dañar todo lo que pudiera al monarca. Para ello creó un veneno mortal que inyectó a la desposada del Príncipe. Cuando estas noticias llegaron a oídos del Rey éste se airó sobremanera, emitió juicio contra su enemigo y una orden de búsqueda y captura. Sin embargo la futura princesa ya estaba sentenciada a muerte, sólo había una posibilidad; una transfusión de sangre real era lo único que podía salvarla. Para ello su Hijo, su único Hijo tenía que ir a buscarla, recogerla y darle de su propia sangre entregando su vida. Era tan grande el amor del Rey por la prometida de su Hijo que decidió enviarle para salvarla. Entonces el Hijo del Rey, que hacía cualquier cosa que agradase a su Padre, se despojó de sus vestiduras reales y, habiéndole bendecido su Padre le despidió y le dejó marchar con lágrimas en los ojos. El Príncipe emprendió su camino, cruzó campos, ríos, montes y bosques y tras muchos días llegó al lugar donde su Amada se hallaba medio moribunda. Después de haberla envenenado el enemigo, dándola por muerta, la abandonó en su prisión. Pero cuando el Hijo del Rey la encontró, se apresuró a  darle de su sangre. Una gran cantidad era necesaria para renovar toda la sangre putrefacta de Su Prometida. Finalmente, con las últimas fuerzas que le quedaban la liberó de sus cadenas, la limpió y cambió sus vestiduras por unas blancas, limpias… aquellas que necesitaría para entrar en el castillo real. Entonces el Príncipe expiró, entregó su vida para salvar a su Amada. Poco después el Enemigo fue atrapado, juzgado y sentenciado a muerte y La Amada fue acogida en el castillo por el Rey y vivió allí por siempre. Este es el fin de la historia en la que el Amado entrega su vida para salvar a Su Amada. ¿Este es el fin? Lo cierto es que no, porque “la realidad siempre supera a la ficción”, y la realidad es esta; que Cristo vino en obediencia a su Padre, vivió una vida perfecta y la entregó, su vida, en una cruz para salvar a su amada, la Iglesia. Derramó su sangre para limpiar nuestra maldad, nuestra rebelión, para abrirnos un camino directo a Dios. Sin embargo Jesús no sé quedó en esa cruz, Él fue sepultado y resucitado al tercer día, venciendo así a la muerte y dando a Su Desposada, a cada uno de los que amamos y obedecemos a Dios, vida eterna. Después ascendió al cielo y ahora está sentado a la diestra del Padre en Majestad. Y desde Su trono llama a todos los hombres a arrepentirse de sus pecados, a creer en Su Nombre, en que sólo Él salva y sólo en Él hay vida eterna, y recibe a todos los que se acercan a Él con corazón humilde y contrito. Esta pues es la historia del amor de Dios por Su pueblo, la increíble historia de la redención.

“…así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha.” Efesios 5:25-27

¡Al Señor sea toda la gloria porque “la salvación es de Jehová”!

Fdo, una peregrina contemporánea. 

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